Joaquin Conde.

Tensiones y tentaciones

Lic. Juan Antonio Montiel. Coordinador de Historia del Arte U. Iberoamericana

¿Porqué los forzó con armaduras de alambre? Los dejó caer desnudos, de cabeza, en el plano inclinado. Los desnudó, los ató entre sí, para siempre. Los hace permanecer sostenidos en un solo pie, en cuclillas, en posición sedente; caídos casi, en límites que creemos reconocer como dolorosos. Ninguno tiene cabeza, rasgos reconocibles: el proceder propio de la misericordia de lo individual. ¿Hay aquí un acto de la voluntad de estupor, o hay otra cosa, relacionada quizá con un estupor más hondo, común sin embargo, estupor tal que nos arrancaría figuras de las piedras?

Porque aquí hay figuras que remiten a la danza. Es posible suponer una intencionalidad puramente estética, el deseo de mostrar la ocasión de la postura, la belleza propia de lo corporal. El plíe, el split; hasta el pas de deux. Es posible decir: Joaquin Conde hace esculturas que son hermosas o bien: Joaquin Conde hace esculturas que son hermosos cuerpos que bailan. Hay, sin embargo, algo que me inquieta: es esos hermosos cuerpos es posible, en ocasiones, ver asomarse algo equivalente a una víscera: una varilla de alambre.
Lo clásicamente bello oculta siempre las vicisitudes de su proceso constructivo
La visión de la varilla desencadena una reacción de conciencia que puede suponerse más o menos rápida e incontenible: los hermosos cuerpos no tienen cabeza, los hermosos cuerpos permanecerán inacabados, los hermosos cuerpos están tensos. Lo clásicamente bello -lo estético- es, por necesidad, relajado ; lo clásicamente bello oculta siempre las vicisitudes de su proceso constructivo. La voluntad de estupor de la que hablé más arriba, es este caso no se relaciona sólo con la sorpresa de lo ágil, de lo diestro o de lo bello. Hay, por un lado, un estupor, una sorpresa que fuerza al espectador a hacer la pregunta por el significado de lo que mira; pero es evidente que la condición propia de la obra, su inacabamiento -su varilla-, la puesta en juego de una serie de cuerpos inacabados en posiciones imposibles, impiden que el estupor se presente sólo del lado del espectador: dan cuenta, en cambio, de una condición dubitativa de la obra, de que las esculturas se parecen más a la duda que a la afirmación -que siempre es acabada, que se presenta como estable-. Dan cuenta, además, de la presencia de una voluntad de experimentación con el cuerpo: el ensayo de tal o cual postura (ahora esto, ahora lo otro) como un búsqueda que va de la incomodidad a la incomodidad, en un cuerpo que se corporaliza cada vez más por hacerse extraño, por ensayar sus límites.
El espectador puede reconstruir las vicisitudes de esta experiencia ajena, pero no puede apropiársela
La pregunta obvia es ahora por el propósito de esta multitud de gestos, el propósito de tal diversificación de la postura. Las posiciones de estos cuerpos esculpidos parecen, por su sucesión, por su condición de serie, intentar producir una variedad de experiencias: la experiencia de esta u otra postura del cuerpo. Tal experiencia parece dirigirse a la comprensión de una posibilidad antes ignorada, o, más bien, a la posibilidad del entendimiento de lo que antes se creía incomprensible y que ahora es una postura posible. Me parece indispensable advertir que la experiencia de la que hablo no es la del espectador, simulacro, la huella del ensayo de una experiencia. El espectador puede reconstruir las vicisitudes de esta experiencia ajena, pero no puede apropiársela: la posibilidad que le queda es, más bien, dolorosamente cambiar su postura.